Kissinger y Napoleón, parasitario y cancerígeno

Kissinger China Comunista

Por Julen Mtz. Arbulu

Deprisa–a todo correr. Se apresuran todos a comentar, a reportar, a informar de qué ha sido eso que de Washington llega en un flujo imparable de decisiones. Todos en shock, nadie entiende cómo puede ser que ese país, el imperio, parezca estar siendo dirigido a su propia tumba, arrastrándonos a todos, amigos o no, a un colapso de líneas de producción y consumo globales, instituciones y tratados, ideales y límites de común sentido a lo que se debe decir y hacer. La maquinaria de Bruselas aspira a levantarse y emprender una carrera por la renovada geopolítica continental: rearme, un ejército europeo, una Grande Armée que detenga las hordas rusas; se quiere todo funcionando desde ayer, es urgente. Los 27 se reúnen, como manda la liturgia. Hay que lanzar al majestuoso corredor, el gigante adormecido bajo un paraguas americano que, mirando atrás, sorprende por su aparente inocencia tras la caída del Muro. Sin embargo, la carrera no termina de empezar. ¿Acaso se ve bien cuál es la dirección? ¿A qué se enfrenta verdaderamente Europa? Trump y Putin se reparten el mundo como lo hicieran Napoleón y el zar Alejandro en Tilsit: los aliados de uno u otro, que han quedado tendidos en su lucha hasta el momento, paralizados por no tener ya una fuerza militar viable; a la espera de qué dictaminarán los que entran en un empate técnico. Europa queda aterrada ante un giro que achaca a la locura y el populismo como cajón de sastre. La visita de Vance a Múnich, leída como declaración de intenciones en la que la nueva presidencia proyectaba en Europa su forma de entender la política con aires de proselitismo, ha resultado ser algo más retorcida en su función: leer la cartilla al anciano continente, señalando cuál iba a ser el tono en que se trataran ambos lados del Atlántico en el que, hasta nuevo aviso, es el occidental el que fija la hoja de ruta. Quiso haberse leído un atlantismo fuertemente reformado, pero todavía manejable y eventualmente reconducible en términos que gobiernos de extrema derecha en Europa pudieran incluso aprovechar. Sin embargo, el escenario parece tener unas formas y pliegues todavía más ajenos a los deseos de estos pacíficos europeos, en unas fórmulas que no presuponen nada más que dos cosas: fuerza y sus fuentes. Pero vayamos por partes.

En el más amplio panorama, el Ártico se reparte entre Putin y Trump de cara a alejar al primero de Xi Jinping, y de los excedentes que de esas ecuaciones salgan, habrán de responder las operaciones en el espacio postsoviético: Ucrania, Bielorrusia, Cáucaso y Báltico entre otros, son moneda de cambio. Es un momento clave en el que Washington puede dar un golpe de mano sobre la mesa monumental y salirse con la suya: Europa sin fuentes de energía propias que le permitan funcionar por su cuenta, es un campo de batalla entre dos grandes potencias, mientras no haya ganado independencia fáctica del Plan Marshal y de las bases militares. Rusia recibe la oportunidad de presentar un campo propio, de liderar su destino en el marco del choque entre China y Estados Unidos, con la debilidad europea y el reconocimiento de la Casa Blanca como garantes de esa posición. Esta es la jugada de Trump, quien está pudiendo hacer política internacional-imperial como la de Nixon y Kissinger cuando consiguieron que China y la Unión Soviética ultimaran su distanciamiento, pero esta vez ante los ojos de todos y manteniéndonos al más actualizado y pormenorizado corriente de sus acciones según pasan los días. Nunca hubo tan grande compromiso por la inmediatez, por la actualización de lo que se denomina relación de fuerzas o diagrama. Todas las herramientas disponibles empiezan a funcionar con un gran estruendo, sin ningún escrúpulo más allá de la reacción que comprometa el conjunto del proyecto de reestructuración total. El dólar, el armamento nuclear, la infraestructura energética, la política fiscal-arancelaria, todos a la vez reconfigurados; todas las ligazones del mundo para consigo mismo, comprometidas. Europa parece sufrir ahora un cierto síndrome del impostor al mirar atrás: siempre fue colonia americana, mientras hubo en la cosmovisión de Washington espacio para esa prosperidad que competía pero que en última instancia convenía al entramado global más amplio y en cuya cima indiscutiblemente se encontraba América. Todas estas presuposiciones han sido alteradas, cuestionadas; no hay lugar para debate sobre si alguna vez fueron verdaderas más allá de la academia; de lo que se trata ahora es de reiniciar los motores de estas penínsulas euroasiáticas. A todo esto, Turquía desde su rincón transcontinental hace que todo su entorno confluya en sus centros metropolitanos, con Estambul como la joya de la corona. Siria, Libia, Qatar, norte de Iraq, Azerbaiyán y el norte de Chipre son las demás piedras preciosas que adornan su diadema, o turbante. Resulta ser el gran ausente en las narrativas catastrofistas o de refundación que en estas semanas inundan el imaginario colectivizado; también es el ausente en las negociaciones Kremlin-Casa Blanca, aun cuando Turquía resulta ser el tercero en el tablero con un ejército poderoso y capaz de comprometer la posición de Rusia al sur de las montañas del Cáucaso. Debe esperarse, pues, a lo que del pulso entre Israel y Turquía por los restos de la creciente fértil de Irán resulte. Lo que, durante el largo siglo XIX en los Balcanes, en los dos últimos Oriente Medio. Todos con un pie en él y dispuestos a apostar en la tierra de Abraham.

Sobre la extrema derecha, que tan a menudo se presentaba como unitaria en su internacionalización y que bajo este prisma habría sido la receptora de las palabras de Vance, resulta tener misiones tan diversas como contradictorias, pero parecen dibujarse dos líneas crecientemente claras: por un lado, Meloni y el progresivo acceso a las instituciones en el que la nueva derecha pueda codearse y dirigir a la vieja guardia tecnócrata, a pulso con un Partido Popular Europeo que debe ofrecer un semblante severo ante socialdemócratas, verdes y liberales con tal de mantenerse encima. Pero por el otro, Orban, Abascal y Lepen han apostado por participar de las ligazones que el primero ha tendido con Washington a lo largo de las últimas dos décadas. Budapest recuerda a Tel Aviv, en tanto que capital de un pequeño Estado cuya viabilidad es incomprensible sin vasos comunicadores con el exterior, sea de las fuentes que sea. Son ambos capaces de participar activamente de quebraderos de cabeza jurídico-morales fuertes para un Occidente del que dicen ser parte con una senda lista de cláusulas opt-out. Pero hay otros aspectos, más concretos y significativos que permiten la analogía: ambos proyectos políticos han participado mano a mano con los think tanks neoconservadores de una manera activísima, con políticas de natalidad, religiosidad de las narrativas políticas, reformas electorales y demás elementos siendo desarrollados tanto por americanos en el Danubio y el Levante, tanto como magiares y hebreos en Norteamérica. Quienes ahora asesoran a ministros y secretarios de Estado, han sido partícipes de estas redes y han desarrollado muy específicos desprecios por las instituciones democráticas hasta ahora vigentes, pero conociéndolas e identificando sus puntos débiles más estratégicos. Estas estrategias, de lo que tratan es alimentarse de la ecología en cuyo seno se encuentran, sin llegar nunca a colapsarla por completo, como todo ente parasitario que aspira a la reproducción bien sabe: Israel y Hungría habitan Oriente Medio y Europa respectivamente, y en ambos encuentran nichos en los cuales repercuten materiales clave para su supervivencia y acrecimiento de sus élites que en este juego han apostado. La clave en ambos casos es la participación del imperio americano, cuyos agentes pueden permitirse enganchar en formas más originales que los demás actores, con la escala internacional cuando la regional falla. En Israel era fait accompli para todos (aunque su capacidad de contar con carta blanca ha sido sustancialmente expandida), mas la de Hungría parecía no quedar tan clara en una presidencia Biden que pocas simpatías albergaba hacia quien se oponía a su campaña contra Moscú. La apuesta era temeraria para Orban, con una deuda masiva y los fondos europeos sin los cuales el país no puede operar casi completamente bloqueados; por fin parecía inminente la extirpación del tumor autoritario por su propio peso. Y de repente, su patrón vuelve al trono; lejos está de haber jugado su última carta el magiar. Vance guiñaba el ojo a estos compañeros de fundaciones y congresos, que tienen el apoyo de Washington en su supresión de todo envalentonamiento europeo. El horizonte limítrofe es el que ya anuncian los prolíficos columnistas israelíes liberales: conceder de tan buen gusto al odio y a la desestabilización del ecosistema-vecindario nunca siembra semillas de prosperidad. Llegará el momento, aunque resulte imposible de advertir por quienes lo vivan, en que el parásito que consume estratégicamente lo que requiere y permite a su anfitrión proseguir bajo ciertos mínimos, termine por hacer colapsar su fuente. Responderá este punto ante los historiadores de la economía y de las instituciones, si hubiera que hacer una arqueología de cómo los parásitos pasan a devenir cáncer.

No hay espacio ni sentido para síntesis, a diferencia de lo que pudiera haberse encontrado en los años durante los que nada parecía ocurrir, frente a estas semanas en las que se suceden décadas. Sólo quedan los planteamientos estratégicos de cara a futuras maniobras, siempre buscando el punto de conexión vigente en el que confluyen los mercados, las materias, las almas y las líneas de investigación. En este escrito no hay propuesta, pero sí las indicaciones siguientes: que la maniobra de Trump se hace a la sombra tanto del genio de Kissinger como de la soberbia de Napoleón, por lo que tanto décadas como pocos años de coexistencia puede asegurar este acuerdo que se quiere fraguar en la mera relación de fuerzas. Segundamente, el enemigo interno, los patriotas europeos, deberá apreciarse parasitario, cuando no potencialmente cancerígeno para con el conjunto del cuerpo, mientras que conservadores y reformistas aspiran a otras líneas de gobernanza y gestión del proyecto europeo (o a lo mejor pagan otros bolsillos). Quizás deba el público acostumbrarse a cada vez más escuetos y comprimidos artículos con tal de que las máximas declarativas no agoten los titulares, con tal de seguir pudiendo ver lo que ocurre y sedimenta en el mundo. A su vez, deben pensarse novedosas maneras de incorporar nuestras democracias y pactos sociales a la geopolítica de la urgencia inmediata.

Serangel Napoleón